miércoles, junio 28, 2006

El Hospital del Trabajador (o "el sueño quebrado del doctor Allende")

Como una gran calavera estancada en la zona sur de Santiago, la obra gruesa del Hospital del Trabajador ahí quedó sin terminar, sin ver realizado el macroproyecto de salud que Salvador Allende soñó para este sector de la capital. Un aluvión de palomas tísicas alborota el silencio de sus espacios desnudos, de sus altos pabellones quirúrgicos, diseñados para las multitudes proletarias que llenarían las bóvedas vacías de esta mole de nueve pisos que, por muchos años, vio pasar la historia de la comuna desde su altura, como un faro de la decepción.

Y fue desde antes que lo construyeran, antes del trazado de planos en ese pobrerío, que los pobladores imaginaban sus operaciones de vesícula, sus tumores mamarios, sus caries dentales, y hasta cirugías estéticas soñaban las vecinas esperando ese gran centro de salud. Casi ni se enfermaron en todo ese tiempo, aguardando que se levantaran sus torres, que se fuera desplegando el andamiaje de esa arquitectura popular, parecida a la Unctad, con grandes paños de cemento crudo y espacios de luz donde hoy flota el polvo amarillento de su abandono.

Faltó muy poco para que se implementara un ala de ese elefante de concreto. Incluso, el Presidente Allende donó su premio Lenin de la Paz a la obra. Así, se logró poner ascensores y tapizar de baldosas parte de los pisos. También, se dice, que por las numerosas donaciones en instrumental médico, especialmente en maternidad y cardiología, todo hada pensar que con mucho esfuerzo, el hospital algún día iba a funcionar completo. Pero al parecer, el sueño de medicina social era tan grande, y tan generosa la utopía de su realización, que nunca llegó a terminarse. Eran tantos médicos, tantas enfermeras, tanta camilla y máquinas de rayos X y primeros auxilios y tanto de todo, que cualquier aporte quedaba nadando en esa catedral. El sueño sin límites del doctor Allende no midió su cariño con la implementación práctica del proyecto. Y allí quedó, como un monumento castigado a la justicia del cuerpo social.

La bofetada golpista pilló al Hospital del Trabajador en paños menores, los militares se tomaron sus dependencias y jugaban tiro al blanco desde sus pisos altos. Por varios años, historias de detenidos y fusilados navegaron por los ecos nocturnos de metracas y balazos en sus enormes naves vacías. Y después, cuando ellos se fueron, el saqueo poblacional dejó la cáscara descarnada de esa ilusión en la penumbra del eriazo. Muchas casas de los alrededores amononaron sus baños y cocinas con las baldosas arrancadas del hospital. Los ascensores sirvieron de baños, los bisturíes para pelar papas, y las camillas con ruedas un novedoso juego para los cabros chicos.

Ya en plena época de protestas, ladrillos y fierros fueron material de barricadas para la resistencia. Durante una de estas acciones, una mujer con mal de Parkinson, regó de bencina el cerco de madera que le habían puesto los militares, y lo encendió, coronando de llamas el edificio que iluminó de lacre resplandor toda la comuna. Después fue guarida de vagabundos que encontraron tibieza de alojamiento en sus mudos sótanos. Son varios los cadáveres que se han descubierto en esas mazmorras de la indigencia urbana. Como también son muchos los usos que ha tenido ese gran teatro del desamparo. Así, las parejas pobladoras lo habrán usado de hotel, los locos volados para masturbarse, desatando su calentura violenta en esa soledad con olor a moho. Para algunos artistas, el hueco sobrecogedor de sus galpones les ha servido para hacer instalaciones, fotos, o filmar video clips. Y varias veces apareció en reportajes para la televisión como un testimonio arqueológico de la Unidad Popular.

Hace algunos años fue noticia roja por el crimen de Viviana Lavados, una estudiante muerta y violada cerca del hospital, pero encontraron su cuerpo vejado bajo la sombra helada de los muros. Desde aquel suceso, ya en democracia, el hospital se convirtió en la preocupación del municipio por darle un destino a esos tijerales inconclusos. Se decía que penaban, que se escuchaban gritos, que en la noche desfilaban velas por las terrazas. Pero lo extraño era que se oía música rock, de la pesada, heavy metal. Satánica, dijo el cura que fue a exorcizar el lugar y se encontró con una gran sala llena de graffitis y pinturas dark que espantaron al fraile. Como Capilla Sixtina pioja o Cueva de Altamira rock, los chicos duros habían decorado el cemento con toda su simbología pendeja y escritura gótica y coa. Al amparo del hospital, la cabrería del barrio había realizado sus ritos mariguanos y misas copeteras al sonar metálico de una radio a pilas. Y esto, más la historia terrorífica del hospital, han echado a correr una lluvia de proyectos municipales para el escombro. Que un mall, que un condominio de departamentos, que un centro cultural, que un gimnasio múltiple, y tantas empresas que todas quedan nadando en el cuerpo vacío del gigante. Hasta se pensó demolerlo, pero la armazón es tan sólida, que sale mucho más caro que reconstruirlo.

Y ahí está todavía, a la ribera de la panamericana sur se asoman sus torreones lineales, que ya no son lo más alto de la comuna. En el horizonte destemplado de San Miguel, la medicina privada enarbola sus centros de salud que aparecen de un día a otro como callampas de plástico, como sotisficados laboratorios para el cuerpo social de los obreros, que con vergüenza juntan las chauchas para endeudarse con sus finos beneficios. Desde la azotea cagada de palomas del hospital, estos pájaros roñosos miran indiferentes los letreros de: Consalud, Vida Nueva, Prosalud, Colmena Golden, Cruz Verde, Cruz Blanca, Cirugía Light, Maternidad Jaguaris, etc. Los miran con sus ojos legañosos parados en sus patas artríticas, los miran de reojo rascándose sus alas rotas y plumas enfermas, los miran sin verlos, como si se burlaran de estos luminosos que decoran la ciudad con las piruetas de esta nueva arquitectura sanitaria.

martes, junio 27, 2006

La sinfonía chillona de las candidaturas (o "todos alguna vez fuimos jóvenes idealistas")

Si se trata de candidatos al tablao político, los hay por miles. Desde la cantante o actor de teleserie que nunca deslumbró por sus aptitudes artísticas y hoy quiere usar su fama ratona para llegar al parlamento, hasta el hijo, nieto o sobrino de la casta partidista que usa el apellido paterno para colgarse del carro democrático. Total en estos tiempos del consumo caníbal, la política es la diva del show. La estrella de dientes plásticos que le sonríe a la cámara ocultando su mano rapiña, la diestra ladrona que saluda a las multitudes, que enfática niega su pasado de extrema militancia, su pasado mariguanero, su pasado pinochetista, su riesgoso pasado guerrillero, su libertino pasado hippie. En fin, el ayer no cuenta a la hora de los cómputos, y si por ahí aparece una foto de juventud tras alguna barricada, si por ahí el candidato sale retratado chascón y volado en alguna partuza del sesenta, todos contestan lo mismo, todos se justifican diciendo que alguna vez fueron jóvenes idealistas.

Casi todos los candidatos dicen que, alguna vez, en la universidad, se pegaron su piteada sólo para probar la mariguana, pero que nunca se volaron los tontos. Y uno les va a creer. Todos dicen que militaron en alguna juventud política, que usaban boina y amaban al Che y al MIR, pero que nunca pusieron bombas. ¿Y quién lo va a desmentir si el MIR casi no existe? Y lo peor, a quién le interesa develar esta memoria mentirosa si los propios ex miristas, que van en la misma micro al parlamento, ya no se acuerdan quién era su compañero de célula. Más bien no quieren acordarse, y prefieren sumar las memorias al tranvía amnésico de la renovación.

Por eso, en estas fechas candidateadas de pololeos ideológicos y campañas de adhesión, la ciudad despierta cada mañana empapelada de nombres pomposos como el del ex alcalde Bombal, que promete barrer la droga de Santiago. Y uno se pregunta: ¿Y a dónde la barrerán para ir a buscarla? Todos los días las murallas cambian de apellido con el brochazo nocturno que impone una nueva promesa. Así, nombre tras nombre,, se pega en la retina el candidato que tiene más recursos para reiterar su firma en la pizarra descascarada de la urbe. Gana por cansancio la majadera repetición del apellido paterno, el único que interesa, el único que usaba la profesora para nombrar a sus alumnos, para gritarles: Escalona, guarde silencio-Marín, bájese de ese banco-Allamand, sáquese el dedo de la nariz.

Así, la carrera política de los nombres transforma la ciudad en un silabario electoral que planfletea la nobleza de algunos apellidos impresos en latas de mediagua. Como si las erres, zetas, y eses del nombre aristócrata, le subieran el pelo al callamperío autografiado por estos ricachos populistas. Como si al revés, los apellidos González, Carrasco o Palestro, tuvieran que pedir permiso en la maratón política, para escribirse tímidamente, a la rápida, casi clandestinos, en el sitio eriazo, con escasos medios para hacerse presentes en la propaganda electoral. Y no hay otra forma de equilibrar la publicidad fastuosa de la derecha, que noche a noche, sus empleados repasan las consignas morales y los nombres pirulos. Que noche a noche, imponen sus apellidos sobre la acuarela borrosa del candidato piojo. El candidato de izquierda que sale con su familia a pintar y repasar la caligrafía porra de su aporreado nombre. El candidato sin recursos, que se metió en esta cueca sin saber por qué. Más bien sabiendo que va a perder, que va a quedar en la ruina y embargado hasta el cogote. Pero qué importa, si su error no fue el arrepentimiento, porque él no se declaró renovado ni justificó su pasado extremista y hippie diciendo que eran errores de juventud. Y ese fue su error, diferenciarse sin culpa de la hipocresía parlamentaria. Decir que sí creyó, y que sigue creyendo en esos arranques de la pasión, que no sólo son problemas de juventud, porque las militancias progresistas y los sueños del lejano sesenta son besos que dio el corazón. Seguramente irrepetibles, únicos en su porfía amorosa por la justicia. Son besos al aire inolvidable de otro tiempo. Por cierto, difíciles de recuperar, pero aún tibios en la boca arrugada de la utopía.

martes, junio 20, 2006

Un domingo de Feria Libre (o "la excusa regatera del dime que te diré")

Y por qué otra cosa, si no por ventear la lengua en el cotorreo zoológico de la Feria Libre en domingo. Allí, en el par de cuadras donde se instala semana a semana el mercado feriano a la intemperie. Donde se arma y desarma la sociología doméstica del pelambre, del dime que te diré, del recuento de nuevas guaguas y viejos muertos que ya nunca más se les verá conversando o comprando en la feria del barrio. La feria libre, como se le llama a este dislocado matuteo de frutas, verduras y cuanta porquería taiwanesa que relumbra en los mesones de los puestos. Donde se juntan las vecinas para intercambiar recetas y remedios caseros, la sangre de toro para el asma, la pata de vaca para las diabetes, la chancapiedra para la vesícula, el aceite de lobo para la artritis, en fin, la botica ambulante del emplasto y la cataplasma que acapara la fe popular, más que la química farmacéutica. Se cree más en la receta colectiva del bien común, que en el diagnóstico licenciado de los matasanos. Todo esto ocurre mientras silban por el aire los gritos feriantes con su «Caserita qué se le ofrece». «Me llegaron los granados nuevecitos y el zapallo tierno». «Aparecieron los duraznos pascueros, los primeros de la temporada». «Aproveche casera que se acaban».

Toda la pobla se reconoce en el rito dominguero de la feria libre, el único día que el menú cotidiano de las pantrucas se alegra con la fiesta del pescado frito. Siempre y cuando las merluzas, los congrios y las pescadas estén frescos, tengan agallas rojas y los ojos brillantes. Oiga, pero este jurel está como un trapo, parece que sobró de la Ultima Cena. Entonces no lo lleve pues señora, más encima pobre y regodiona. Estos diálogos son comunes entre comerciantes y clientela, por eso la señora tiene que alterar el almuerzo, cambiarlo por granados con mazamorra, pero ya es tan tarde para echarlos a cocer. Esto piensa mientras camina entre el griterío de mercancías, mientras se detiene tocando una blusa, una falda, una barita colgada por la moda crespa de la ropa usada americana. Pero hay tantas cosas más necesarias que mejor olvidar ese antojo, y sigue buscando los precios más baratos, los tomates más económicos para acompañar la porotada de granados con ají de color para que su familia se chupe los dedos. Con ella va todo el gentío, la bullanza consumista de los filodendros plásticos, los cabros chicos, los globos y las notas luengas de un bolero recumbión. Por ahí se aglomera la gente escuchando el sentimiento de los parlantes, reconociendo la voz de Ramón Aguilera cantando en vivo, a todo el sol de la mañana obrera. Y es verdad, es él, dicen las viejas amontonándose para escuchar en persona al mítico cantante, el lagrimeo musical entonando «Que me quemen tus ojos». A esa hora de la mañana, es el mejor regalo que tiene la Feria Libre de escuchar a Ramón Aguilera tan cerca, tan real, más cierto que el cassette chicharra que promociona el artista, que lo vende autografiado, viajando en una camioneta con parlantes que recorre las ferias.

Ya van a ser las doce y todavía la señora no decide qué hacer de comer. Ella va o la lleva la multitud, no lo sabe, pero más allá se detiene porque un candidato al parlamento, tirando volantes, reparte cajas de fósforos con su foto de inocente oportunismo. Y todos reciben la propaganda, y hacen como que escuchan al político que se atora sermoneando su campaña, grita compitiendo con la música y la bulla pachanga de la feria. Así, con esta fiesta, el domingo ferial da por inaugurado el ocio poblador, donde las familias hacen un alto en este feriado que les otorga el calendario laboral, el paréntesis del domingo que pasa tan rápido como la Feria Libre, cuando al llegar las tres de la tarde, se apagan sus colores y enmudecen los papagayos de su sonora entretención.

martes, junio 06, 2006

Tu voz existe (o "el débil quejido de la radio A.M.")

Pareciera que la radio, frente a la visual televisiva, fuera el último eslabón de una cadena que por años reprodujo la imagen a través de la voz, la narración, la música, el relato de esa confidencia modulada por el timbre sedoso de ese locutor invisible.

La radio en la ciudad fue por muchos años la cinta sonora que voceaba los sucesos. La milonga radial del conventillo, la cumbia del pasaje, el gol del mundial gritado en la esquina. Así fuera un tarro bullicioso, daba lo mismo, total entonces nadie imaginaba la finura plateada del FM compact. Solamente el murmullo compañero de esas tardes calurosas, a mediados de los cincuenta, cuando Santiago ronroneaba siesta con la radio prendida. Entonces ese sonoro aparato trinaba las melodías de moda en los shows en vivo, pioneros del rock concert. Allí los ídolos aflautados del bolero, musitaban esas frases de ardiente nostalgia al oído de sus admiradoras pegadas al dial, repitiendo en la penumbra la cursilería sentimental de ese cancionero que enlazaba orejas. La radio fue popular cuando los rústicos aparatos estuvieron al alcance de todos los bolsillos, cuando el tendido eléctrico atravesó clases sociales alcanzando el mosquerío proleta. Fue la primera ilusión de modernidad que hizo suya la pobreza. Quizás el primer enamoramiento de un electrodoméstico que se cuidaba como fetiche milagroso. Sobre todo en los temblores, lo primero que se agarraba en el apuro era la radio. La infaltable RCA Víctor con su perrito pegado a la vitrola. La reina del hogar, aliada fiel de las mujeres que combinaban fregado de ollas con los primeros pasos del rock and roll.

Paralelamente al desarrollo de los sistemas de comunicación visual, la radio ha sido fundamento en la reciente historia del país. Así, durante la dictadura, la memoria de emergencias guarda intacta el timbre de Radio Cooperativa. Su tararán noticioso hacía temblar el corazón de la noche protesta. Su conocido flash "Cooperativa está llaman do", era presagio de tragedia. Pero el familiar tono de Sergio Campos, amortiguaba la penumbra de los apagones en la radio a pilas. En la misma época, otras emisoras oficiales engalanaban de huasos y tonadas quincheras la misma negrura. En esas frecuencias "tan patrias", era difícil enterarse de los acontecimientos, tergiversados, ocultos y opacados por la cortina de un himno marcial. Por eso, la afición radioescucha se hizo más compleja, supliendo la falta de libertad noticiosa con emisoras de punta, como Radio Umbral, importante espacio difusor de la acción protesta. También surgieron como callampas las radios clandestinas, que con un transmisor y un alambre de antena, contagiaban las poblaciones de afanes libertarios. Histórica es la Radio Villa Francia, perseguida, casi detectada, pero fugándose siempre con su nomadismo comunicador. Estos sistemas radiales caseros aún subsisten. Algunos agrupados como Organización de Radios Clandestinas, otros siguen errantes, transmitiendo una hora a la semana, con el auspicio del almacén de la población, pasando avisos domésticos, dedicando canciones y poemas a los pololos de turno. Así, la radio ha logrado permanecer casi intacta frente al chispazo televisivo. Pero sobre todo la onda larga, que es el lugar vital de la radiotelefonía. Allí se mezclan horóscopos, noticias en chunga, brujos, meicas, evangélicos que alaraquean con su mensaje apocalíptico. Sobre todo en las mañanas, la radio AM es el espejo de un cotidiano popular que enfiesta de circo el inicio del día. Casi al final del dial, la Radio Tierra enmarca el rostro de una mujer que borda palabras en el aire. Es una voz afelpada que atraviesa la ciudad en alas del cambio. Ahí mismo, carreteando la AM, es posible toparse con los homosexuales y lesbianas del programa Triángulo Abierto, que ya cumplió años y seguirá en el aire como voz del Movimiento de Liberación Homosexual, Movilh, los sábados por la noche.

Seguramente la radio AM no fue diseñada para la sofisticada audición de los adictos al estéreo. Es posible que desaparezca, ya que los últimos equipos japoneses no vienen con onda larga. Pero es difícil que la impersonal cursilería FM contagie la memoria sonora como lo hizo la radio AM con su débil quejido, con los tarros de su bullicioso canto.

jueves, junio 01, 2006

Los tiritones del temblor (o ''afirma la tele niña")

Como si fueran pocas las desconocidas del monstruo natural donde fue plantado este país. Que la sequía, el rebalse o la marea borracha del suelo que cada cierto tiempo nos aporrea con un terremoto. Cuando parece estar todo bien, cuando casi estamos tranquilos, mirando la tele, tomando té a la hora de once. Más bien, un poco más tarde por ese calorcillo de presagio que hace aullar a los perros, a los gallos cantar a deshora y picarle los sabañones a la vieja que preocupada se asoma al apocalipsis violáceo del atardecer, pensando: no vaya a ser cosa que venga un remezón. Porque hace tanto tiempo que el Señor no nos mueve la payasa. Y no termina de pensarlo, cuando los platos empiezan a castañetear en la cocina, la ampolleta pestañea, y al grito de: está temblando, todos contienen la respiración con tranquilo terror diciendo: ya va a pasar, ya va a pasar. No se preocupen.

Y ese primer grito, se multiplica como un eco-pánico por los barrios de la ciudad que se paraliza oscilante. Desde el junior al gerente, la inestabilidad del piso los une en la misma gota de tensión, sudando el miedo, contando los eternos segundos que dura ese primer tiritón, ese primer meneo que detiene hasta las reuniones de ministros, presidentes, economistas y centros de madres, que con el poto a dos manos, esperan que pase ese pequeño vaivén. Ese primer vals que pilla a los cuicos a la hora del aperitivo en la torre diez. Y al cristalino tintineo de las copas, la palta reina social se pone seria, manteniendo el nerviosismo con la mueca helada de la formalidad. Tranquilos, total del suelo no vamos a pasar, bromea un paltón haciéndose el simpático, mirando con horror el vértigo de la altura que cuncunea en el suelo tan abajo, tan lejos, que es inútil pensar en el ascensor y menos en la escalera, que es lo primero que se desarma en esos rascacielos-rascas, esos edificios antisísmicos que oscilan como monos porfiados al hacerse más cumbianchero el remezón. Al bambolear de un lado a otro la coctelera del zangoloteo burgués y su "valseada oscilación".

A esa altura el temblorcillo amenaza terremoto, al minuto de movimiento la histeria social ya cortó la luz, el gas y el agua, y todos se amontonan en los marcos de las puertas esperando que se acabe este vaivén que no pasa, que sigue cada vez más fuerte, que pega sus rebencazos zamarreando puertas y ventanas con su corcoveo subterráneo. Entonces, en el climax de los batatazos y la quebradera de vidrios y murallas, la loca anticuaría agarra las porcelanas, el ejecutivo el computador, una vieja salva un espejo para que no se cumplan los años de mala suerte, y en las villas y condominios, el castillo consumista baila peligrosamente en los electrodomésticos que se tambalean al borde de la mesita. Que el equipo Samsung que aún no lo pagamos. Que el Atari del niño gordo agárralo que se cae. Que desenchufa el microondas y la centrífuga que puede haber cortocircuito. Pero lo más importante, quizás en lo único que coincide la preocupación del salvataje social, es en sujetar el aparato de televisión, aunque la casa se venga abajo.

La enorme tensión que dura el breve tiempo del zamarreo urbano, saca a flote la fe en el éxtasis religioso que se arrodilla, se persigna, se golpea el pecho, se arrepiente clamando: ¡Misericordia Señor! Acabo de mundo, grita el abuelo arrancando pilucho al medio de la calle. Al lado de la vecina, irreconocible por la máscara de placenta que tiene en la cara. Pero no importa, porque todo el barrio está así, a medio vestir, en calzoncillos, sin la placa de dientes, chascones como los pilló el terremoto. Nadie se va a fijar en la facha, cuando el país está al borde del cataclismo, por única vez solidarios en la emergencia del desamparo divino. Total, cuando pase el temblor faltará tiempo para comentar estas cosas, mientras tanto hay que buscar la radio a pilas para escuchar dónde fue el epicentro. Al tiempo que se escucha la sirena de las ambulancias y la ciudad regresa lentamente, todavía con susto, a su calma habitual. Casi siempre con la voz de un funcionario de gobierno apaciguando a la ciudadanía, diciendo que todo está controlado, que por suerte no fue peor, porque el epicentro estuvo lejos de Santiago. En los típicos puebluchos de adobes que se desarmaron en la batahola del tierral. Que los Intendentes de esas Regiones tienen todo a su cargo. Y los cientos de damnificados pueden estar tranquilos, durmiendo a cielo abierto, acunados por el sobresalto de las réplicas.